¿Qué pensamos cuando hablamos de decepción?



Irónicamente la indolencia del destino siempre ha sido una inverosímil tentativa de personificar un esfuerzo vacuo de solemnidad, inédita e insignificante; la vivimos día a día, respiramos cada palabra de esa frase, intentando hacerla nuestra, intentando comprender lo que sucede.

Intentamos sacar respuestas del fondo de una botella, de suspiros incontrolables, de abrazos desesperados y aún así, sabiendo que no hay otra alternativa, nos aferramos a las ilusiones.

Luego, cuando estamos cayendo en derrota, queremos escapar de nuestro pasado, desprendiéndonos de lo material, de nuestros pensamientos, de cada pedacito de nuestros recuerdos, de unas simples palabras. Pero, ¿ciertamente logramos deshacernos de todo aquello? Cómo podríamos hacerlo, si es lo que somos, es lo que nos pertenece, es parte de nuestra vida.

Siempre hemos querido superar ese sentimiento aterrador de esa soledad asfixiante que se apodera de nosotros, como si trepara por nuestros recuerdos e intentara acabar con lo poco que nos queda. 

Pero esa batalla está perdida y eso lo sabemos; siempre quedamos desamparados, a merced de la nuestra sombra como única compañera..., los títulos comienzan a escasearse y nadie se detiene a indagar en qué repercute tal situación.

Entonces el cruel vodevil comienza, nuestras lágrimas se apoderan de lo que somos y cada palabra es un la aguja en nuestra alma.

Aún así, aunque estemos destruidos, aunque ya no tengamos nada a qué aferrarnos, seguimos vivos, y eso es lo divertido, eso es lo doloroso...,  esa es la vida, una constante que llamamos decepción, o en otras ocasiones, éxito.



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